Publicado el 26 de marzo de 2014 en Revista Hashtag
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México: la batalla por la Memoria y la Dignidad.
A la memoria de Nepomuceno Moreno
Tenía 11 años cuando tuve mi primer contacto con la muerte. Mi abuelo paterno, Casimiro, murió víctima de múltiples enfermedades.
Mi abuelo había pasado los últimos años de su vida entre hospitales, conectado siempre a un respirador artificial a consecuencia del asma. Su muerte afectó emocionalmente a la familia, pero significó también un descanso para todos en todos los sentidos.
Luego de los trámites burocráticos y de inventar las formas más inverosímiles para conseguir dinero, la familia logró comprar un féretro y obtener un lugar en el panteón. Recuerdo que un par de tías y mi madre limpiaron el cuerpo del abuelo y lo vistieron con las mejores ropas que tenía guardadas en su enorme ropero.
Vecinos y familiares acudieron a la casa a despedir a Casimiro, y durante nueve días se entonaron rezos para que “llegara con bien a su destino y le permitieran la entrada al cielo”. Esta costumbre católica es conocida como “novenario”. Desde entonces asocie a la muerte con una especie de ritual de despedida, pero también de memoria y trascendencia, pues durante esos nueve días muchos conocidos contaron historias alegres, cómicas y hasta heroicas de mi abuelo a lo largo de su vida. Durante esos días fue cuando más pude conocer de él.
Cada aniversario luctuoso, el día de muertos o la fecha en que el abuelo cumpliría años, la familia se organizaba para ir a su tumba. Comprábamos flores y aprovechábamos para limpiar ese lugar en el que “descansaban” los restos de Casimiro. De cierta forma lo manteníamos entre nosotros, con la memoria le dábamos vida.
Durante varios años mi percepción de la muerte, de los rituales de despedida y de la forma de preservar la memoria se fueron modificando. Recuerdo la ocasión en que un par de amigas me invitaron a un bar a tomarnos unas cervezas y despedir a su madre que había fallecido unos días antes. Para mi sorpresa, las cenizas de la madre ocuparon el centro de la mesa y cada ronda brindamos con ella.
A finales de 2010 comencé a participar de organizaciones que cuestionaban la política de “seguridad” de Felipe Calderón, también conocida de manera no eufemística como guerra. Salíamos a las calles con mantas en las que poníamos el número de muertos, que para entonces ya rondaba los 40 mil. Al año siguiente me sume a las caravanas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, ahí pude entender que esos “40 mil muertos” en realidad eran Joaquín, María, Pedro, Lucia, Roberto, Ana, José, Blanca, Ernesto, Carmen… ellos y ellas eran padres, madres, hijos, hijas, esposos, esposas, hermanos, hermanas, personas con nombres, apellidos e historias que no podíamos reducir a números.
Escuche historias terribles y conocí también las formas más cruentas de la muerte: desapariciones, torturas, violaciones, ejecuciones masivas y fosas clandestinas con cientos de cuerpos, a veces enteros, a veces en pedazos; historias en las que los cuerpos eran disueltos en acido o incinerados. Todas esas experiencias y más conformaban el repertorio de la barbarie nacional.
Los relatos eran contados por familiares y/o sobrevivientes del genocidio mexicano. Cuando se escuchan estos relatos en la televisión o se leen en los periódicos, uno no es plenamente consciente de lo que sucede. Cuando se escucha hablar a las víctimas es totalmente distinto: la piel se pone chinita, las lágrimas son incontrolables y un golpe de realidad te arrastra a lo más profundo.
En todas las historias contadas siempre había un grado de responsabilidad y complicidad de los distintos niveles de gobierno. Denuncias no atendidas, corrupción, omisión o acción directa por parte de policías y funcionarios llevaron a que muchas personas murieran. El fenómeno no ha cambiado, peor aún, se agrava.
Esas historias me hicieron descubrir que un ser humano podía ser asesinado de distintas formas. Una de ellas es cuando te despojan de toda dignidad y condición humana. Lo hicieron los españoles con los indígenas de América al decir que no tenían alma. Lo hicieron también los nazis con los judíos al reducirlos a “cucarachas”. En nuestro país lo hace el gobierno y una parte de la sociedad al decir que si alguien es asesinado es “porque en algo malo andaba”, pero lo hace también el sistema al despojarnos del mínimo indispensable para el desarrollo de una vida digna y volvernos “eliminables”.
Otra forma de asesinar es matando la memoria. Aquí eres reducido a un número, a un expediente, a una carpeta más de las miles que abundan en los ministerios públicos. Ante la familia y la sociedad se presenta a la víctima como alguien que tal vez merecía morir o como “daño colateral” al que se niega acceso a la verdad y la justicia; su nombre, su historia y las causas no le importan al Estado.
En estas fechas se cumplen tres años de que miles de personas se organizaron en el MPJD y salieron a las calles a mostrarnos una dolorosa realidad. Ese movimiento no debería existir, porque tampoco debería existir esta guerra.
A pesar de los aciertos y desaciertos del MPJD, esa organización, como otras que hay en el país, son una expresión de la conciencia moral de la sociedad mexicana; una conciencia que insiste en hacernos ver la ausencia de verdad, memoria, justicia, paz y dignidad. Mientras exista la guerra, los movimientos de víctimas serán necesarios, y en cierta forma son un reflejo de que ante todas las adversidades, es necesario seguir luchando.
A siete años del inicio de la guerra de Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto continúa con ella. Como sociedad seguimos obligados a luchar por Paz, Justicia y Dignidad desde cualquier trinchera. Lo que no podemos es acostumbrarnos a ese fétido olor a muerte que nos rodea, de lo contrario nosotros mismos estaremos renunciando a nuestra condición humana.
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